Un bar viejo, hundido en el medio de San Telmo. Hace décadas que se sirve café en esa esquina, mucho tiempo antes de que sea un barrio de exportación. Cuando a nadie le resultaba muy cool comprar cosas usadas en la feria. Incluso antes de que la palabra cool tuviese algún sentido para las porteñas almas que transitan allí sus historias. Agustín ocupa una mesa cerca de la puerta. Con una mano sostiene la taza blanca, de esas que no son tan blancas, adentro se enfría un café con leche. Busca algo en sus pensamientos, pierde la mirada por la ventana, enseguida vuelve los ojos a la pequeña computadora que tiene en frente y escribe. “Un bar cualquiera de Buenos Aires, aunque en verdad no es un lugar cualquiera, es un bar con onda vieja en San Telmo.”
Juan es el dueño del lugar, no llega a los cuarenta y parece romper con la imagen esperable del hombre con autoridad detrás del mostrador. Pero no es así, sólo la edad lo distancia del arquetipo, hace todo lo que tiene que hacer el dueño de un bar como este. Habla fuerte, casi gritando, y se putea con el cocinero. Despotrica indignado contra el director técnico del club que lo apasiona. Aclara que todos los políticos son iguales, y que él toda la vida se rompió el lomo laburando, nadie le regaló nada.
- Vos que sos gallego –lo interpela Alberto- ¿por qué no averiguás con la embajada? Parece que te llevan a visitar.
-Yo no soy gallego, soy bonaerense –responde Juan exagerando un poco su indignación- A Mar del plata me voy, ¿qué me venís con España? En el uno a uno me podía ir a cualquier lado de vacaciones, ¿sabés a dónde me iba? ¡A Mar del plata! La concha de su madre…
Festejan con carcajadas la respuesta, Alberto también se ríe, y no vuelve a sugerir el viaje. Miguel, Jorge y Alberto pasan la tarde, y a veces también la noche, acodados en la barra de Juan. Los tres están sin trabajo, y lidian ahí con sus penas. Agustín ve la escena de lejos, relee en el monitor lo ya escrito, y agrega: “Es habitual encontrar a un grupo de amigos disfrutando de unos tragos, resulta inevitable comparar la escena con una tarde en un café neoyorquino”
Los bigotes prolijamente cortados, finitos, la cara demasiado limpia y con sonrisa. Un suéter de rombos, aunque nada clásico, más bien arriesgado, rombos de muchos colores. El pantalón ajustado, de una tela indescifrable, y las zapatillas sin marca, obra de algún diseñador independiente. El día está nublado y no dudó en cargar su paraguas grande, con mango de madera, parece bailar con él mientras camina. Recorre la vereda frente a las ventanas del bar, y da vuelta en la esquina. Los cuatro de la barra lo miran asombrados. Agustín ve toda la escena y escribe. “La moda está a la vanguardia en este rincón de Buenos Aires, lo clásico convive con la última tendencia europea. Algunos se animan a lucir estilos desprejuiciados, y otros los observan admirados. La convivencia es armónica y tolerante”.
El caminante se aleja, Jorge mira a sus tres amigos y sentencia: “Se nos llenó el barrio de putos”.